sábado, 30 de noviembre de 2013

La Peña Cortada: agua para un sueño truncado

Yo, Marco Cornelio Nigrino, el edetano que lo consiguió casi todo. Tribuno militar, prétor y comandante de los ejércitos imperiales en Germania y Aquitania. Senador en Roma. Gobernador de Moesia y de Syria. Cinco veces recibí las más altas condecoraciones del Imperio con doble rango. Pude ser Emperador. Sólo eso me faltó. Tras mi brillante carrera política y militar, me lo merecía. Pero finalmente el trono fue para Trajano, mi gran competidor. Ya se encargó él de prepararse el terreno. Mientras yo luchaba por Roma, por defender sus fronteras, por mantener a raya a los bárbaros, él se trabajó los favores de Nerva, siempre a su lado, como un perrito faldero, hasta que consiguió lo que quería. Quién sabe las artimañas que utilizaría para que el César lo nombrara hijo adoptivo y heredero. Quién sabe si llegaría incluso a conspirar su repentina muerte.

Nadie me venció en el campo de batalla. Mi única derrota la obtuve en el terreno de los favores e intereses, en la política, en la misma Urbe romana. Me retiré entonces a mi Edeta natal, donde compré una vasta extensión de tierras entre la ciudad y los montes Rodenos, en la que hice construir una villa como no se había visto ninguna otra, mi propia casa, donde pensaba pasar mis últimos años en paz. No reparé en gastos. Para la fachada principal, ordené traer columnas de varios templos griegos, de Macedonia. Los mejores artesanos decoraron los suelos con los mosaicos más bellos de toda Hispania. Deseaba cultivar el suficiente cereal como para abastecer a toda la Tarraconense. Quería plantar viñedos y producir el mejor vino del Imperio. Pero tenía un problema: el agua.  No tenía agua.

Acueducto horadado en la roca sobre la rambla de Alcotas (foto por PCA (c))
Llegaron los mejores ingenieros con diferentes proyectos de solución. El más sencillo proponía traer el agua de las fuentes y barrancos que nacían en los montes Rodenos. Incluía el desvío hacia mi finca de un gran cauce que desembocaba directamente en el mar. Descarté pronto esta idea, porque el volumen previsto era insuficiente para mis planes: yo sabía que estos barrancos permanecían secos durante la mayor parte del año y las fuentes de la sierra manaban con caudales irregulares. Otra solución consistía en subir el agua desde el Turia. Para llevar esto a la práctica, se requería la construcción de complicados artefactos que ayudaran a salvar el importante desnivel existente entre el río y mis tierras de cultivo. Las pérdidas de agua estimadas con esta complicada canalización eran considerables. Finalmente, elegí la propuesta más ambiciosa, y también la más cara: traer el agua del río Tuéjar. La captación se obtendría en una cota superior, cerca de su nacimiento, y para el transporte se aprovecharía la pendiente del terreno. Habría que salvar una difícil orografía y la considerable distancia existente, lo que requería llevar a cabo una espectacular obra civil. Pero eso no me desanimó.

En cuanto reuní los fondos que tenía disponibles, se iniciaron los trabajos del dique, cerca del nacimiento del río, y del canal excavado en la roca. Se encontraron numerosas dificultades técnicas, pero encontré los medios para resolverlas. Si había que salvar un barranco, hacía llamar a los mejores constructores de puentes. Que la montaña impedía el paso, contrataba a miles de picadores para horadarla. Este proyecto dio trabajo a miles de personas durante muchos años. La fábrica más espectacular, la construcción del túnel para atravesar la peña, junto al barranco de la Cueva del Gato, requirió realizar un corte transversal en la roca de 25 metros de altura, junto con un túnel de 50 metros de longitud. Todo un prodigio técnico, ejecutado de forma colosal. Sin embargo, el reto de salvar la amplia rambla de Alcotas con un acueducto de seis arcos no pudo concluirse. Una vez más, mi competidor me había vencido, pero no en una disputa bélica, sino económica.

Arcada del puente sobre la rambla de Alcotas, cerca de Chelva (foto por PCA (c))
Trajano y su ambición desmedida llevaron el Imperio a la crisis. Sus escandalosas reformas de la Urbe, sus absurdas campañas de expansión hacia el este y las consiguientes guerras para mantener los nuevos territorios conquistados requerían mucho dinero. Todo el crédito disponible en el Imperio fue para estos fines. Mientras tanto, regiones fieles a Roma, como Edeta, dejaron de recibir fondos para inversiones y poco a poco fueron empobreciéndose. Como otras muchas obras en aquella época, los trabajos en mi acueducto se abandonaron y los obreros perdieron su trabajo.

Crisis, maldita palabra. Seis letras griegas que todo lo cambian. Cuando alguien las pronuncia, los planes que hemos trazado ya no tienen sentido y debemos renunciar a nuestros sueños, porque dejan de ser factibles. Crisis significa la ruptura de una ilusión, la desviación del camino previsto, el cambio hacia lo desconocido, la sustitución de objetivos brillantes de prosperidad por otros miserables de supervivencia y, en definitiva, el abandono de las metas más deseadas. Después, supone malvivir en manos de los conspiradores que la provocan. Y humillarse, agradecidos, a los confabuladores que se quedan con el fruto de nuestro esfuerzo y nos dejan unos pocos despojos.


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