Por fin he visto el Palancia. Hoy lo he cruzado por el vado de Algar, como tenía dispuesto. Debido a las lluvias de los últimos días, bajaba un gran caudal y me ha sido más difícil de lo imaginado vadearlo. El agua turbia, que llegaba a la altura de mis rodillas, me ha impedido ver el fondo pedregoso. Así pues, cuando me encontraba en medio del cauce, he tropezado con un canto. No me ha dado tiempo a agarrarme con fuerza a la soga de mi mulo y he caído al agua. Finalmente, he conseguido llegar al margen opuesto y continuar mi camino; eso sí, completamente empapado.
Hay que tener un gran respeto al río, a cualquier río. Cuando fluye amable, te da de beber y de comer, te refresca y te purifica. Pero si baja rebelde, es capaz de asolar una ciudad entera. El Palancia es venerado por los habitantes de esta comarca, pues de él depende toda su vida. Sus aguas son utilizadas extensivamente para el riego de las hortalizas y frutales y también para el consumo humano. Su fuerza es aprovechada en la fábrica y la molienda. Con este objeto, construyen en sus orillas molinos, batanes y otros artefactos. Al no ser un río de longitud excesiva, no se producen grandes avenidas. Por ello, no se conoce hasta ahora que el Palancia haya provocado importantes desastres. En cualquier caso, siempre debe ser respetado.
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En su cabecera, el río Palancia baja desde la Peña Escabia, rodea el cerro de Bejís y
pasa junto al lugar llamado las Ventas (foto por PCA (c)) |
De todo ello me habló un musulmán, natural de Bejís, que conocí la pasada noche en la posada. Se dedica al comercio de caballos, un negocio en auge en estos tiempos de conquista. Después de cerrar varias ventas en Valencia, paró en Árguinas de camino a su lugar de origen. Había ganado bastante dinero y estaba contento. Durante la cena, que compartimos, hicimos muy buenas migas. Él me habló de su pueblo natal, ubicado sobre una peña dominada por un castillo. A pesar de haber sido conquistado en 1228 para la Corona de Aragón, sus oriundos, como los de la mayoría de aquellos pueblos montaraces, siguen viviendo sus costumbres y el Islam. Es un lugar donde no falta el agua, pues mil fuentes manan alrededor. Son las que alimentan el Palancia, que nace muy cerca. El paraje del nacimiento es, para los vecinos de la zona, un lugar mágico, según pude deducir de los fervorosos comentarios de mi nuevo amigo. Un estrecho cañón de altas paredes calizas, horadado a lo largo de milenios por los aportes de las ramblas que allí confluyen, da paso a un cauce pedregoso al que directamente vierten varios manantiales. A partir de allí, ya con un caudal importante, el río serpentea entre montañas formando bellos meandros. A lo largo de su curso, numerosos barrancos le son tributarios. Cuando llega al valle de Segorbe, ya fluye tranquilo entre huertas, hasta Sagunto, donde desemboca en el mar.
Entretenidos con la conversación, se nos hizo bastante tarde. Antes de separarnos cada uno a su habitación, me arrancó la promesa de visitar pronto su pueblo natal. A la mañana siguiente, cuando me levanté, mi amigo ya había partido. Por el posadero, supe que la compañía que disfruté para dormir fue un regalo suyo. No pude darle las gracias.
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Estrecho del Cascajar, paraje del nacimiento del Palancia (foto por PCA (c)) |
Después de cambiar mis ropas por otras secas, he continuado mi camino. Apenas a media legua aguas arriba del vado, desemboca en el Palancia el río de Azuébar. En pocas horas, por un camino muy llano, paralelo a la rambla, he llegado sin dificultad a esta población. Un camino muy transitado, por cierto. En abrigos y cavidades naturales, horadados por la erosión del agua en la roca caliza de los márgenes, tienen su vivienda muchos lugareños, labradores en su mayoría, que van y vienen con sus aperos a cuestas. A todos he saludado, como si fuera yo uno de ellos. Pero no he parado a conversar con ninguno, pues no he querido dejar en su recuerdo una imagen duradera de mi paso.
Como la mayoría de lugares de la región, Azuébar se recoge alrededor de un cerro, donde un castillo domina, proporcionando vigilancia y protección a sus habitantes. Imagino que habrán sido muchas las veces, en estos últimos años de guerra, que sus habitantes habrán tenido que abandonar sus casas y sus pertenencias para trepar al interior del recito amurallado, buscando refugio.
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El castillo de Azuébar y la Peña "Ajuerá" (foto por PCA (c)) |
Esta población constituye una de las puertas de la Sierra Espadán, la cadena montañosa que se extiende transversalmente y sin discontinuidad a lo ancho del reino, de sureste a noroeste, y conforma la divisoria de aguas entre la cuenca del río Palancia y la del Mijares. A partir de la Villa Vieja de Nules, muy cerca de la costa, se alzan sus montes altos y agrestes, entre los que destacan los picos Espadán, Rápita y Pinar como cimas más altas. Esta línea montuosa tiene su límite en el paso natural del Herragudo, donde linda con las sierras y altiplanos de Aragón.
No he entrado en Azuébar, pues aún era muy pronto. Antes de buscar alojamiento para pasar noche, me he aventurado un trecho por el camino que, entre amplios campos de almendros y de trigo, se interna en la sierra. Y he podido comprobar cómo, a partir de este punto, la orografía sufre un sorprendente cambio. Los grandes bloques grises de roca caliza que me han rodeado hasta aquí dan paso ahora a otro tipo de rocas de arenisca, llamadas rodenos, que colorean de rojo el camino
. La vegetación propia del monte, pino y carrasca, además de otras especies arbustivas como la coscoja y las jaras, está, en esta zona, en clara regresión. A pesar de las dificultades, el ser humano ha habitado estas laderas desde antiguo y, para su subsistencia, ha aprovechado el terreno para pastos y, sobre todo, para una agricultura extensiva de secano que practica cada vez a mayor altitud. Algarrobos, almendros, olivos, además de cereales como trigo y cebada, son los cultivos que sustituyen, cada vez en mayor medida, a la masa boscosa primitiva.
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El camino de Almedíjar a Aín, hacia el paso de Ibola, bajo el pico Espadán nevado (foto por PCA (c)) |
Anochece, pero no voy a volver a Azuébar. A pesar de que está nublado, no llueve. Así pues, voy a pasar la noche en este corral vacío, donde escribo con las últimas luces del día, que se encuentra junto al camino a Almedíjar. Mañana tomaré esta ruta. Luego, el sendero que lleva a Aín a través de uno de los pasos de Espadán. El Mijares, mi meta, ya queda cerca.
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